Efesé Historia

La Maldición de Oak Island

Como curioso de la historia que soy suelo hacer zapping por cierto
 canal de televisión temático, bastante famoso, dedicado en exclusiva
 a dicha materia. En el referido canal, de un tiempo a esta parte,
 vienen anunciando una serie-documental titulada “La Maldición de
 Oak Island”, que narra las peripecias de unos buscadores de tesoros
 en un lugar en el que deben morir siete personas antes de poder 
encontrar lo que sea que estén buscando. O algo así, porque la verdad
 es que al plantear cuestiones más místicas que empíricas el programa
 me ha interesado más bien poco.

Entrando en harina, creo que se intuye fácilmente por qué estoy
haciendo referencia a la citada emisión televisiva. Y es que en Cartagena
 nos podemos reír de la supuesta maldición de Oak Island, al punto de
 que si viniera uno de los protagonistas del programa se quedaría 
sin palabras. Qué disparate todo. La única explicación que se me ocurre
 es que existe un ente encargado de mover los designios del fútbol y seguro
 que hizo la mili aquí, en su vivencia corpórea, le debieron putear de lo lindo
 y nos lo está devolviendo. Con creces, además. Qué manera de recrearse
 sobre la ilusión de toda una ciudad, como el niño que juega en el
 terrario quemando hormigas concentrando la luz solar a través de su lupa.

No lo digo ya por el enésimo fracaso en casa frente al Extremadura, 
sino por lo ocurrido en el Cerro del Espino, con ese gol en propia puerta
 cuando se saboreaba la LFP pasados seis minutos de descuento.
 Si en relación a la población mundial, de forma cómica, se suele comentar 
aquello de que si a cada hombre le corresponden tres mujeres deducimos 
que debe haber algún cabrón por ahí pasándoselo en grande con seis, 
la equivalencia la podemos establecer igualmente en el fútbol. 
En este deporte hay diez penas por cada alegría, dicen, a lo que yo añado
 que en el algún lugar estarán gozándoselo con las que pertenecen a Cartagena.

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Porque hay sitios gafes y hay sitios que cuentan con estrella. Los cánones decretan
 que el equipo que recibirá gol en el descuento de una final siempre será
 el Atlético y el que lo anote, indefectiblemente, será el Madrid. O Alemania,
 si hablamos de selecciones. Es así
y punto, y aquí somos del primer grupo. La generación de mi padre sufrió 
las tres promociones a principios de los 70s, la siguiente hornada las dos de los 90s,
 la mía la del Córdoba y Vecindario y ahora los más jóvenes cuentan 
cuatro promociones fallidas en un plazo de seis temporadas. Cincuenta años de
 fútbol unidos generacionalmente por la decepción. De hecho lo hablaba
 con un amigo poco después del partido en Majadahonda, “esto es el
 cordobazo millenial”.

Y quisiera terminar poniendo en valor el trabajo del vilipendiado Monteagudo.
 Que gustará más o menos tácticamente, o no estaremos habitualmente de 
acuerdo con sus cambios, o tendrá más o menos carisma, pero los frutos de
 su trabajo están ahí. Cogió al equipo de Víctor y lo metió en Copa, el año
 siguiente fue campeón de invierno y favorito para el ascenso hasta que
 se desinfló, más que nada porque solo se quedó con Arturo de delantero, 
y esta campaña ha sido campeón de grupo, ha llevado al equipo a
 cruzarse con un Primera División en Copa del Rey y se ha quedado 
a segundos de ascender. Lo mínimo exigible lo ha cumplido, al menos para mí, 
y no tendría ninguna duda en lo deportivo para que continuase la temporada 
que viene. Por méritos y también por el trabajo adelantado que supondría 
al continuar, por lo que parece, gran parte de la plantilla.

No obstante, dicho esto, o mucho me equivoco o se deberá ir. ¿La razón?
 La grada, básicamente. Todo lo que no fuese ser líder en la Jornada 5 iba
 a provocar situaciones en el entorno albinegro de difícil gestión. Por no hablar
 de las reflexiones intelectuales del tipo “si sigue Monteagudo no me saco el
 abono” que van a proliferar este verano. Pasó con Aranguren, pasó con Juan Ignacio
 y ahora, aunque más bien desde hace bastante tiempo, al que apunta
 la mirilla telescópica es al manchego. Así es nuestra particular maldición.

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